Al abandonar el mundo material y pasar a otros estados, las expresiones de gratitud a su labor como jugador, entrenador y gerente han llovido con tanta intensidad como si de una tormenta tropical se tratara.
Héctor nunca se dobló cuando fue una figura clave para que la República Dominicana lograra la medalla de oro en el Centrobasket de Panamá en 1977 venciendo a potencias como Panamá y Puerto Rico.
Nunca se dobló cuando, en preparación para los Juegos Panamericanos de Caracas (1983), tuvo que enfrentar junto a la selección nacional en un partido de fogueo a los Estados Unidos encabezados por Michael Jordan, quien luego se convertiría en el mejor baloncestista de la historia.
Báez nunca se dobló cuando ayudó al equipo de San Lázaro a romper una racha de 16 años sin obtener una corona en el baloncesto superior distrital con un doble coronación en las temporadas de 1991 y 1992.
Tampoco se dobló cuando estuvo en la que ha sido la más importante presentación de una selección dominicana: la medalla de plata lograda en los Juegos Panamericanos de 2003 y en la cual fungió como su entrenador principal.
Héctor no se dobló cuando, al asumir el puesto como gerente general, cambió “medio equipo” de los Cañeros de La Romana que venían de perder 17 de 20 partidos en la temporada de la LNB en 2011 tras ganar el campeonato el año anterior.
Las transacciones dieron tal resultado que, superando a los Metros de Santiago en la semifinal y Los Indios de San Francisco de Macorís, los Cañeros volvieron a conseguir el título en la temporada de 2012.
Firme en sus opiniones, pero respetuoso del trabajo de los demás, tal vez fue una especie de “incomprendido” en una sociedad tan flexible e irresponsable -en ocasiones- como la dominicana.
Como jugador
Con 6-5 de estatura, fuertes piernas y largos brazos en la década de 1970 era un delantero de poder que llegó de sus estudios en Fordham University para integrarse al club San Lázaro. Estuvo con los equipos campeones de 1974 y 1976 con los lazareños con los que jugó hasta 1983. Regresó en 1986 con San Carlos para lograr los títulos de 1987 y 1988. Ya era un jugador que, aunque siempre tuvo un buen toque de distancia, había extendido su radio de acción hasta “detrás de la curva” y atacaba con efectividad, aunque a veces con irresponsabilidad, desde el área de los tres puntos.
En 13 años y 129 partidos de vuelta regular promedió 12.5 puntos con 643 rebotes, 135 asistencias, 45 por ciento en lances de campo y 41 por ciento en tiros de tres.
En el baloncesto superior de Puerto Rico vio acción con los equipos de Arecibo, Caguas, Isabela y Coamo. Su mejor año fue en 1980 cuando con el primero promedió 14.9 puntos y 6.4 rebotes.
Como dirigente
En 1993 entrena la selección nacional de mayores que queda con marca de 0-4 en el premundial en San Juan. En 1995 y 1996, contando con la asistencia de Hugo Cabrera, llevó a los lazareños a ganar títulos seguidos con una impresionante marca combinada de 8-1 frente al Mauricio Báez.
Regresó con éxito al equipo nacional con sendas medallas de plata en el Centrobasket y los Juegos Panamericanos de 2003. En el Preolímpico -al que no asistieron varias estrellas del combinado- tuvo una foja de 2-6. En 1994 también entrenó a un exitoso equipo juvenil criollo que llegó a ser medallista de plata en el área centroamericana.
Como gerente
A partir del 2006 estuvo en distintas etapas como director del proyecto de selecciones nacionales que vio desfilar a entrenadores de la talla de Scott Roth, Erick Musselman y Phil Hubbard.
Inclusive en una ocasión llegó a aspirar a la presidencia de la Federación Dominicana de Baloncesto (Fedombal) cuando Julio Subero optó por la reelección.
En la LNB, además de entrenador, fungió como asistente o asesor de los Leones de Santo Domingo y los Cocolos de San Pedro de Macorís.
Durante muchos años estuvo formando a los nuevos valores a través de su escuela “EBA-HEBA” en la ciudad de La Romana. Además de ser protagonista de uno de los intentos de organizar un Colegio Dominicana de Entrenadores.
El espacio se hace corto para abarcar toda la trayectoria de Báez que parte del mundo que conocemos, pero lo hace con la satisfacción del deber cumplido -tal vez no reconocido en su justa dimensión- y deja en la mente y el corazón de los que lo trataron, de los que ayudó y de los que contribuyó a que aprendieran el deporte del aro y el balón, una inmensa gratitud por sus acciones, a veces no comprendidas, pero dignas de un hombre que, hasta su final, nunca se dobló.
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