BRUNO ALTIERI...Es inútil buscar una respuesta. Es absurdo tratar de calar hondo en el terreno de la objetividad cuando, efectivamente, es subjetividad lo que se exige implícitamente.
Las comparaciones entre atletas de elite jamás pueden llegar a buen puerto. Uno puede inmiscuírse en los números de LeBron James, en las hazañas de Michael Jordan, en los tiros increíbles de Kobe Bryant pero jamás podrá encontrar la herramienta decisiva que permita dictaminar si un jugador, un equipo, o una época fue superior a la precedente.
Es un ejercicio inane pretender tener el bote para navegar aguas tan profundas. Los fanáticos se quitan los cabellos tratando de hacer entrar en razón a su interlocutor: citan palabras y hechos en tiempos equivocados, caen en el terreno del insulto sin saber que intentan convencer al hombre que no quiere ser convencido. Es una batalla recurrente de dos pesos pesados en un castillo de arena: mientras revolean sus mejores golpes el piso se derrumba sin poder llegar a dictaminar vencedores ni vencidos.
La prensa, o mejor dicho el marketing, se divierte con el arte de enarbolar mentes y seducir espíritus jóvenes a partir de titulares de fuego o afirmaciones tajantes. La vida no es blanca o negra, está plagada de grises. Son los años los que nos permiten entender que las verdades absolutas, en realidad, son mentiras groseras.
Es desesperante ver una y otra vez la misma discusión de café en la que cambian íconos y banderas en la espalda, sobreviviendo siempre el agujero negro -inevitable, por cierto- de la incertidumbre.
Nadie puede entrar en razón en una discusión de este tipo porque es la carga de la experiencia previa la que nos permite sacar nuestras propias conclusiones. Los fanáticos de Jordan no lo adoran por los seis títulos ganados con los Bulls o por los números platónicos que se descubren en sus planillas: lo quieren porque fue el eje que les permitió llorar, reirse y sufrir en una película tan inolvidable como perecedera.
En otras palabras, los fanáticos no se centran en el ícono deportivo como un objeto de adoración, sino que se nuclean en las sensaciones construidas cuando vivieron sus andanzas de cerca. No aman a Kobe Bryant, sino que se adoran a ellos mismos en el momento preciso de seguir a Kobe Bryant. Es la proyección de alguien que lleva adelante lo que otros no pueden. Es el recuerdo de lo que hicieron ellos cuando el otro hizo.
Y en esa materia de análisis de estrellas de marquesina entra la variante del amor incondicional, que no acepta discusiones ni medias tintas: ¿cómo convencer a un joven de que está adorando a una mujer que nosotros creemos equivocada? Quizás, para nosotros, sea un error. Quizás para él sea el reino de los cielos. Lo importante de este concepto es que en el deporte, el amor existe. Y que cuando un jugador emblema se retira, ese amor no se rompe ni se corrompe: queda guardado en la retina para ser repetido una, y otra, y otra vez. El recuerdo es siempre expansivo, el hecho ablanda los corazones y se lo siente cada año que pasa un poco más grande. Eso es muy noble, es el argumento por el que somos humanos y nos dejamos vencer de a ratos por la nostalgia. ¿Por qué criticar algo así? En definitiva, la vida real de cada uno de nosotros es larga y tentadora en errores; la vida útil del deportista, sólo jugando, no despierta críticas profundas. Y así sobrevive en la eternidad.
Comparar entonces a Bill Russell, Michael Jordan, Kobe Bryant y LeBron James es una estupidez del tamaño del continente americano. Y esto lo van a entender así los fanáticos de Russell, Jordan, Bryant y James, cada uno desde su vereda, porque con el amor no se juega. El sentimiento es el terreno en el que nadie debería meterse sin al menos tocar la puerta previamente una o dos veces.
Por lo tanto, tenemos que terminar de una buena vez con el mito de colocar la subjetividad en el terreno de la mala palabra. La subjetividad nos permite ser nosotros mismos, nos da una identidad, una razón, un eje de acción. La objetividad por momentos es necesaria, pero jamás es absoluta. La opinión nos hace libres y nos enseña a entender que las verdades son parciales y que toda verdad tiene una carga de error en pasado, presente o futuro.
Entonces, dejemos de pensar si el Dream Team de 1992 fue mejor que el Team USA que ganó el oro en Londres 2012, si Michael Jordan fue mejor que LeBron James, si Kobe Bryant fue mejor que los dos juntos o si Wilt Chamberlain fue lo más maravilloso que dio la historia de la humanidad, porque... ¿Acaso importa? ¿Acaso se puede convencer a alguien acerca de todo esto? La pasión no sabe de raciocinio, el amor es unión pero también confrontación. Desde mi lugar, prefiero pensar en cientos de historias, en miles de hazañas y en millones de emociones repartidas. A un determinado nivel de talento, las diferencias son emocionales.
Porque, en definitiva, yo también tengo mi verdad, mis héroes, mis equipos y mi pasado. Quizás algún día se los cuente.
O quizás, mejor aún, ni siquiera sea necesario.
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